No me gusta mencionar asuntos de mi trabajo, pero hoy lo haré a manera de anécdota que a la vez introduce a lo que realmente quiero contar.
Estuve ayer tarde en una reunión de trabajo con varias personas entre ellas un potencial cliente mío. En el tenor general de la discusión, mi posición profesional estaba siendo agredida, según mi íntima percepción y conforme transcurrían los minutos había decidido para mis adentros, que lo más conveniente sería cortar por lo sano, aunque ello signifique la pérdida irreversible del cliente.
Estaba enfocando la conversación hacia ese desenlace, mientras sentía un calorcito en mi cara que evidenciaba mi enojo. En eso, el cliente con un tono sarcástico me dice: “(…) que pasa, ¿no le gusta trabajar?”. Mi respuesta reflexiva hubiera sido algo como: “en esas condiciones, prefiero no hacerlo y/o… bla bla bla”, pero lo que literalmente dije frente a toda la sala fue: “La verdad es que prefiero hacer el amor y montar bicicleta”. Más tarde, aliviado… me cagaba de la risa.
Hoy día en cambio, recordando lo sucedido, quiero contar que esa formula de hacer el amor y montar bici, no es algo que se me ocurrió de pronto y de la nada, sino que es algo que suelo decirlo y pensarlo a menudo, aunque en un contexto absolutamente diferente. Es mi modo de confesar el temor que tengo a que llegue el día en que ya no pueda hacer una de esas dos cosas. Confieso paladinamente: tengo miedo a la vejez y a la minusvalía. No creo ser lo suficientemente valiente para afrontarlo… quizás si maduro un poco, quien sabe, en el futuro...
Por ahora lo digo y repito: quiero vivir solamente hasta cuando pueda hacer el amor y montar bicicleta.
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Para que se vea la coherencia de lo que digo, estoy entrenando las madrugadas porque el sábado que viene haré un paseo de bici de montaña a un sitio que ahora mismo no recuerdo ni el nombre. Tomaré fotos y haré una relación del paseo en un próximo post. De lo otro también entreno duro, pero eso ya no es de su incumbencia.
